Nunca como hasta ese momento había valorado más el concepto de libertad.
Y él estaba allí. Carne de presidio.
Escuchó el ruido a su espalda y se volvió. Diego entraba por la otra puerta acompañado del mismo
guardia que le había dicho a ella que esperase. Trató de ser fuerte y a duras penas lo consiguió.
El aspecto de su novio no era el mejor. No estaba para tirar cohetes. Su estatura, su buena imagen,
todo lo que la había enamorado y seducido, quedaba ahora oculto bajo una pátina de oscuridad y
depresión. Las bolsas bajo los ojos, un par de kilos menos, el cansancio, el fantasma del miedo...
—Siéntate —le ordenó el guardia.
Curioso. A él lo trataba de tú. Era un reo. A ella, en cambio, de usted.
Y se dio cuenta de que allí, su cabello rubio, su esbeltez, su sensualidad, incluso la misma ropa
con la que se había vestido para que él la viera guapa, eran como una burla. Un cisne entre
cucarachas.
No dijo nada. Esperó.
Sólo sostuvo la mirada de Diego.
Parecían haber pasado mil años.
—Señorita. —El guardia le mostró a ella su silla, al otro lado de la mesita que iba a
separarlos. El tiempo ya corría en su contra, así que lo obedeció.
No supo si podía cogerle las manos. Ella las dejó sobre la mesa.
Diego sí lo hizo.
Se estremeció.
—Carla...
—Hola. —Se sintió muy cansada.
—¿Cómo estás?
—Bien. —Se encogió de hombros.
—Gracias por venir.
—¿Por qué me das las gracias?
—No sabía si querrías. Le dije a mi abogado que necesitaba verte por encima de todo. Sólo a ti.
—Ya estoy aquí.
—Carla, escúchame. —Bajó la cabeza, buscó las palabras. Tenía mucha labia, sabía hablar,
embaucar, formaba parte de su encanto. Pero allí era otro. Allí era un cuerpo más, con la mente
desnuda—. Quería que me miraras a los ojos... ¿Sabes? Quiero decir que...
Le apretó tanto las manos que le hizo daño.
Ella las miró. Los dos tenían las manos bonitas.
—¿Lo hiciste? —le preguntó con un nudo en la garganta.
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